Blogia

Borrar la memoria

Es invierno y aguardo las llegada fatal de las tormentas. Sé que vendrán el viento y las palomas, y alguna brisa que borrará la pólvora. Persiste la guerra y sus demonios. Los que pueden abandonan las ciudades, el resto nos quedamos a morir en las trincheras. Mientras tanto, un rayo de luna libera mariposas de los vidrios y los niños juegan a las canicas con las balas que no dieron en el blanco.

Cómo le hago para decir la esencia sutil de una sombra que se mueve;
cómo para describir un punto de luz estelar que se refleja en el vidrio.
De qué manera puedo fijar en la memoria la silueta de un cuchillo
y una mariposa que vuela desde la mirada sorprendida del que ha muerto.

Que alguien me indique la forma de atrapar un segundo inmóvil.
Que me lleven al minuto preciso en que una oruga se salió del limo.
Después, déjenme morir, con una pluma en la mano
y mi sangre transformada en laberinto de líneas rojas que se pudren.

Es tal mi vanidad que por las tardes,
cuando el sol hace brillar el polvo en los cristales,
sólo escucho mi voz: tormenta silenciosa en la llanura;
murmullo de termitas que se comen a la ciudad por dentro;
suma de los ecos que se han ido.

Sí, despierto con el tronar de mi voz que nadie oye
porque habita en la caverna más oscura del silencio.
Oigo mi voz como el rugido de un tigre,
el rumor del arroyo en la pradera,
una trompeta que anuncia la catástrofe.

Es tal mi vanidad que pienso a mi voz
como un golpe de arena en el desierto,
o un volcán que aparece de pronto.
Pero soy en realidad un mudo
que vaga, desde hace tanto tiempo.

Ya te dije que soy el personaje de mis propios textos. Pero no te dejes llevar por el engaño, no soy el narrador, soy la tinta, soy un dragón miedoso que se oculta entre renglones, soy un enredijo indescifrable de palabras. Mi pluma dibuja, con hilos finísimos de agua, una telaraña enorme que aprisiona las letras en desorden de mi nombre. Por eso me refiero a mí con iniciales. Soy un hombre que comienza su camino al final de una larga jornada, una sombra entre las sombras, un árbol sin hojas en otoño, una mosca que aspira a ser poema.

El cielo mira
con sus brillantes ojos
la noche quieta.

En la laguna
los insólitos cisnes
buscan estrellas.

Saltan los peces,
un lago de palabras
los tiene presos.

Esta no es una prosa triste, es natural que alguien se despida cuando la fiesta termina. Ya se sienten cercanas las brisas del invierno. Desempolvaré mis abrigos y acercaré los leños al hogar que se consume. Cada vez soportan menos mis huesos las heladas y un día se quedarán, inmóviles, en un cálido lecho de ceniza. Mientras tanto seguiré contando las historias de todos los personajes que me inventan, que nos inventan, durante un largo recorrido de caminos. En todos estos años no he podido más que pergeñar un diario, contar muchas mentiras, callar las cosas de veras importantes, jugar con trabalenguas, dibujar una extensa colección de máscaras, y así seguiré durante las últimas jornadas, dejando pedazos de memoria en las paredes y tratando de cazar mariposas con palabras.

Aspiro a la brevedad como un valor deseable. Creo que casi todo lo que vale la pena puede ser dicho con unas cuantas palabras. En realidad la cultura es una red inextricable de aforismos.

Es preciso desnudar la prosa, quitarle todos los adornos, evitar las trampas que siembra la metáfora. Es preciso decir así, sin más, que cada nuevo otoño es menos una imagen retórica que una estación que anuncia la llegada del invierno. En este viaje final por la escritura quiero decirte mis flaquezas: la vanidad que pocas veces disimulo, a pesar del esfuerzo y el silencio; el miedo que ha sido un compañero inseparable; y tantos otros monstruos que poblaron mis noches y mis días. Tal vez no he sido todo lo sincero que debiera, es porque temo lastimar a quien me lea, y es también porque no tengo autoridad para decir las cosas que a otros pertenecen. Es por esto que sólo te menciono los hechos: una mariposa que se oculta de la noche a plena luz del día y dos o tres poemas que retozan a sus anchas en el parque.

Cada uno de mis libros es un relato inconcluso en la que narro un periplo, un viaje que todavía no acaba y en el que ya son evidentes las huellas del cansancio. Viajo con una lluvia en la memoria y una tormenta en el bolsillo. A veces uso, para construir la bitácora, un lenguaje más bien denso. Como la Sibila, no digo, sólo sugiero. Me acerco a los sucesos con sigilo. Utilizo la figura y la metáfora como una seña segura de respeto. Otras veces digo con descaro las cosas como son, con la simpleza y la confianza de quien redacta, solo, para conversar con el silencio. Así te cuento mi dolor de piernas y una mañana de domingo que resbala lentamente por los muros. Te digo también la crueldad del asesino y del poder que medra entre las sombras, y la inefable belleza del desierto.

No sé qué debo decir para contar esta historia. Tal vez ubicar su inicio en un lejano mes de febrero, o un poco más tarde en las páginas de libros olvidados. Evitaré las atmósferas densas y las interminables descripciones. Sólo te diré dos o tres recuerdos que sean esenciales para entender los conflictos y sus posibles desenlaces. Así, traigo a colación el olor de las naranjas y las cañas en el mes de diciembre, cuando las iglesias se transformaban en posadas; también la angustia del pecado y el terror a las sombras que se agitan en el patio; el rostro sufriente de mi madre y los larguísimos fines de quincena. No sé si la mía sea una historia lineal y estructurada, que desemboca, como un río, en el mar del sentido, o sólo soy un palimpsesto, un conjunto de anécdotas aisladas en las que cabe todo y con las que construyo un cuento, largo y mal cosido, con el final inevitable del silencio. En fin, sólo quiero dejar un testimonio de la crueldad del poder que se muere sin saberlo, de la flor que sobrevive en la sequía y de los pájaros que cantan en el parque.

Un poema. Sólo quiero un poema. Aspiro a escribir el único poema que revele los misterios ocultos en mi nombre, el que me permita nacer antes de que muera, el que me inscriba en la indestructible superficie del polvo. Toda mi vida he buscado ese poema rascando con mi pluma en las paredes y las piedras; he seguido muchas rutas para encontrar el sitio en que se oculta. Los poemas están en el zumbido persistente de las moscas, en algún lugar desconocido del desierto; en el pliegue de la luz que se disuelve; perdido en el infinito mar de la basura; en las grietas que presagian los derrumbes. También indagué sobre mi propio cuerpo: me levanté la piel para encontrarlo, separé todos mis huesos, deje al descubierto mi corazón y mis vísceras, quité la delgadísima corteza del cabello, palpé y olí todos mis humores, corté con cuchilla la carne sutil de mis ensueños. De mí no quedó ni la cáscara vacía, y todo porque quiero el maldito poema que no encuentro a pesar del dolor y las heridas.

Esta puede ser mi última libreta, el postrer apunte de mi viaje. No cabe duda de que soy el personaje, más o menos oculto, de mis propios textos, y en ellos narro la grisura de mi vida. Nada existe en mí que me distinga, soy un objeto del poder que me controla. No soy un yo, soy todos, y lucho contra las mismas cosas cada día: el hambre, la esperanza, el insomnio y el deseo. No poseo seña particular alguna, ni un extraño lunar ni un tatuaje. Mi piel es la misma que cubre a los otros, los que aguardan con ansia un poco de trigo y una lluvia. Tampoco tengo gracia que destaque: no canto, no bailo, no recito, no genero esplendentes ideas. Sólo llevo un diario en el que anoto la torpeza de mis pasos y una que otra historia que recojo en el camino. También construyo una imagen con palabras, de vez en cuando, para darle un lugar en el paisaje. Esta es pues una larga novela, de baja intensidad y sin desplantes, en la que apenas puedo dar un testimonio del dragón y la sirena; de la crueldad y los excesos del poder que nos destruye; de los momentos escasos, pero intensos, en que el amor nos florece en los ojos y en las manos. Sí, esta es mi historia que acabará en el silencio inevitable de la muerte, pero también la tuya cuando alcanzas a escuchar mi débil voz entre la niebla; y es la historia de un tigre que a los dos nos acecha en la grieta invisible donde nacen las sombras.

El tigre es una mancha de la noche en el rostro del día.
Algunas tardes, en la Plaza de Armas,
saltan los tigres que dibuja el sol en la cantera.
Acechan en silencio tras la sombra con un trozo de mar en las pupilas.

El tigre del poder observa la mirada inmóvil de la paloma herida
y en el instante fugaz de un parpadeo se consuma el sacrificio.
Una víctima más. Otro cadáver para el insaciable cementerio de la vida.
Otro minuto y otra historia que se borran.

Todos sabemos sin lugar a dudas
que los tigres no habitan en la monótona planicie del desierto.
Ellos viven en la zona más recóndita del ojo;
en el filo de la espada y en el plomo.

Los tigres son inventos del poder que los construye.

Te cuento del tigre y sus andanzas porque lo he visto merodear
en el jardín y las alcobas, y dormir junto a mí como un gato inofensivo.
Lo veo también cuando acecha desde la inevitable crueldad de las monedas,
y cuando la sed arrecia.

Dicen los gobernantes que los tigres no existen,
pero sus víctimas se cuentan por millares
y todos llevamos en la piel la huella del zarpazo.

Nada es más difícil y peligroso que cazar un tigre
durante los minutos iniciales de un eclipse.

Hay un tigre oculto en un poema,
prisionero de las palabras que construyen su celda.
Tengo miedo de que algún día, por un brevísimo descuido,
salga del poema y me devore.
El tigre es una mancha del día sobre la cara impenetrable de la noche.

Camino cada tarde por unas calles empedradas y sedientas. A veces descanso en una banca de la Plaza de Armas. Luego imagino que subo a una barca y navego sin timón sobre la arena. Me gusta ver, desde la proa, cómo se apagan mis recuerdos, como pavesas arrastradas por el aire. Algún día terminaré, como mi padre, sumido en el silencio, con los ojos perdidos en las dunas, si la muerte no se apiada de mí para llevarme, antes de que se apaguen los rescoldos.

El tren reposa en la Alameda. El horizonte naufraga en el vaso de luz que lo contiene y cada tarde tenemos que trazar nuevamente los caminos, volver a poner las vías, reforzar los cruceros. La estación del ferrocarril permanece callada en algún lugar de la memoria. Nada se mueve, sólo la locomotora que navega sin ancla sobre los siete desiertos que le aguardan.

Escribir un diario resulta un asunto riesgoso, en él se alojan lo mismo la observación afortunada que un testimonio intrascendente, una reflexión innecesaria y el lugar común. Además existen ya diarios excelentes, redactados por notables pensadores. De tal manera que uno más, dedicado a relatar las aventuras de la arena y el efímero paso de falenas en la tarde, sólo sirve para engrosar la fila de los textos condenados al silencio. Sin embargo, es divertido dibujar los mapas que asignan un lugar a las cocinas y al retrato de familia en las paredes, también contar la vida que se consume por quincenas y recorre los escaparates más humildes del mercado. Escribo pues para pasar el tiempo y, tal vez, para encontrar ventanas y algunos puentes. Un diario es, siempre, una novela inconclusa que relata la vida de una brizna de polvo en la tormenta, es un mojón en el camino, una cruz que recuerda una muerte más en el desierto.

Una cabalgata de vientos desbocados. El aire borró la escritura que grabamos en la arena. Los árboles se volvieron pájaros y volaron. Cayeron paredes, minaretes y pendones. La ciudad fue sitiada por incipientes huracanes y no tuvimos más remedio que buscar una trinchera, un débil escudo contra la ira terrible del desierto. Después, levanté los escombros y los guardé en mi casa, coloqué los fragmentos en estantes, en el interior de un vaso, entre las páginas de un libro, detrás de los relojes. Tengo la esperanza de que un día podré meter a toda la ciudad en un capelo para evitar que los vientos de febrero se la lleven.

Llueve. Te cuento cómo se mueren los segundos, en silencio. Solamente se van, y dejan una marca de ceniza en la ventana. Aquí estoy, como todas las tardes, con el propósito de capturar imágenes y anécdotas con las que pueda conformar una colección extraña, inútil como las estampas, las monedas, los sueños, las corbatas. Escribir un diario resulta una empresa muy riesgosa, es, casi seguro, otra forma de caer en el olvido. Para nada sirve un diario, es una colección arbitraria de rarezas, un recorrido caprichoso por caminos trillados. La verdad es que no sé para qué te cuento las batallas de una mosca contra el vidrio y el tiritar de la paloma en el alero. Tal vez sólo quiero dejar un testimonio de mi errancia, una señal en los objetos que me tocan la mirada, la crónica de mi lentísima caída en el misterio inefable de la muerte.

Escribo con esmero poniendo los acentos en esdrújulas y las comas donde van las comas. Sin embargo, fatalmente, las palabras son las madres del silencio. Nada sólido puedo hacer con los poemas, todo se diluye ante la terquedad del polvo. Sé que sólo existe un gran y único poema, como un río que se bebe sin cesar a sus afluentes, como una red enorme que tejemos todos con la tinta. Así, sólo soy capaz de dibujar el salto efímero de un gato y la muerte fugaz de las falenas. A pesar de todo es necesario mencionar algunas cosas, así, como si nada, sin pensarlo mucho, escupiendo sílabas absurdas, de esas que funcionan como escudo contra las balas del poder que acecha. Decir sin meditarlo, lo repito, dos o tres carajos y alguna extraña geometría. No se trata de reinventar vanguardias, ni de hallar sorprendentes estructuras de la prosa, ni descubrir la llave para entrar al canon. Se trata, eso sí, de soltar algunas cosas que traemos dentro y nos ahogan, de hacer un berrinche monumental en plena calle, antes de que el poder nos asesine, antes de que el desierto nos alcance.

Diario

Diario

Intento un diario, a partir de hoy, para dar cuenta de los baches con que me topo en el camino. Hace ya seis meses, o poco más, que no redacto un texto decoroso. Nada puedo decir que valga más que un grano de silencio. Desconozco las causas de la mudez que me ataca, tal vez el miedo, tal vez el desgaste natural que viene con los años, tal vez tanta palabra que traigo atorada en las venas y temo que un coágulo de tinta detenga mi corazón, como un pabilo que se apaga entre los dedos. He dicho tantas cosas, tantas fueron mis creencias y certezas, que resulta posible la existencia de un extraño punto de retorno. Ahora regresaré sobre mis pasos e iré borrando uno por uno mis recuerdos.